En días pasados sufrí la penosa y muy triste noticia de la muerte mi amigo más antiguo y uno de mis más queridos, Jacinto Lárraga, nieto de un potosino héroe de la Revolución Mexicana, con quien cursé varias etapas de mi educación y quien fue mi compañero de “pandilla”, tradicional de aquellos años escolares de la adolescencia y temprana juventud. Jacinto fue quien prácticamente me introdujo al mundo del boxeo.
Después de tener yo de niño miedo hasta de la sombra de los que ahora llaman bullies, un día, cuando cursaba el quinto año de primaria, me tocó la suerte de “sonarme” al más bravo de primaria —él también me puso un ojo morado— y de ahí me entraron ánimos de venganza sobre todos los que antes me habían dado. Jacinto me hacía la lista de a quien esperaría yo a la salida de clases. Después formó una pandilla, supuestamente para enfrentarnos a otras, también de niños. Él, Jacinto, era el capitán quien empezaba a retar a los rivales y ya cuando estaba lista la pelea, me pedía a mí que “le entrara”, a lo que yo le contestaba: “¿Y yo por qué?”. Él me decía: “Un Sulaimán nunca se raja”. Hace unos días nos reunimos para comer en la ciudad donde vivía, San Luis Potosí, donde recordamos con gran alegría y carcajadas nuestros años felices de juventud.
Un día Jacinto me invitó a una función de box profesional, pero al tratar de entrar, no tenía dinero para el boleto de admisión —yo ni sabía que cobraban— por lo que acepté entrar a cambio de participar en la pelea que llaman de “botana”, acostumbrada en provincia como principio de la función entre niños de 10 a 13 años, a escondidas desde luego de mis padres; me quitaron la camisa y los zapatos, me arremangaron los pantalones, me pusieron guantes, con Jacinto como mánager en mi esquina y me aventaron al ring. Ese día, cuando apenas tenía unos 11-12 años, entró en mi mente y corazón el boxeo, para nunca salir más.
Durante esos años de adolescencia, temprana y toda mi juventud, conocí todos los pesares del boxeo, el abuso al peleador, la ingratitud, la falta de apoyo médico, el pensamiento: “Primero la muerte que perder”, el grito de aquel público: “¡Queremos sangre!”; el boxeador que después de la pelea no tenía ni dónde ni con qué curarse; el ver enfrentarse a un peso mosca con un ligero; el uso del boxeador como si fuera mercancía; la sed insaciable de fama y diversión de las porras a costa de su campeón; la autonomía e independencia de las comisiones de boxeo sin importarles nada de las demás y tantas y tantas cosas que fueron la semilla, que plantada por años en mi mente, me condujeron con todo el WBC-CMB a librar una batalla sin barreras, a veces en contra de todo y de todos en favor de la protección al boxeador, cuando el destino me llevó el 5 de diciembre de 1975 a África, a la inesperada primera elección como presidente del Consejo Mundial de Boxeo, que con pena, pero gran orgullo, todavía conservo, y que fue cuando tuve la oportunidad de actuar con ese gran grupo de comisionados mundiales a tomar como bandera nuestra lucha por la seguridad del boxeador.
Así es que, queridísimo compadre Chinto, gracias por haber plantado en mí esta semilla que he llevado dentro durante todos los días de mi existencia y que le han dado valor y sabor a mi vida. Compadre, por allá nos veremos algún día de estos en donde estás, ya con seguridad descansando en paz, al lado de muestro Ser Supremo, Dios, para luego juntos, si Dios no dispone otra cosa, seguirle “dando vuelo a la hilacha”.
Muchas gracias por su atención y hasta el próximo domingo.
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Artículo publicado en EL UNIVERSAL 25 09 2011 Titulado GANCHO AL HÍGADO.